Si todas las administraciones presidenciales comenzaban en México con un optimismo popular que esperaba colectivamente, más allá de toda razón, que al fin hubiera un mandatario más comprometido con los electores que con sus grupos de interés, con el poder (político y económico), con los estrategas financieros internacionales y con la estructura caciquil que vertebra la verticalidad del poder, la de Vicente Fox comenzó con aún mayor aliento por parte de los mexicanos.
Se había (al menos ése era el mito) expulsado al PRI del poder. Atrás quedaban 71 años (en realidad ochenta) de atropellos, de autoritarismo, de interdependencia vergonzosa de los tres poderes de la unión, de matanzas, de "ni los veo ni los oigo", de aldeas Potemkin para halagar al mandatario-tlatoani-emperador, de ungimiento obsceno por parte de los medios de comunicación en atención a sus intereses empresariales (las excepciones, pocas, han tenido un alto precio), de falta de rendimiento de cuentas con apenas el paréntesis del cardenismo que fue y no pudo seguir siendo.
Se inauguraba, lo decían con claridad los carteles, los titulares, los entusiastas ingenuos o asalariados, La Democracia en México, y había que celebrarlo.
Los críticos, los escépticos, los que no se abandonaban a la realpolitik chaquetera, eran (éramos) mal vistos, aves de mal agüero.
Las promesas resonaban todavía por los confines de un país recorrido una y otra vez con un despliegue mercadotécnico cuyo costo superaba todo lo legalmente permitido: castigo a los corruptos anteriores (en resumen: juicio a Carlos Salinas, a Luis Echeverría y a sus cófrades), transparencia, sobriedad republicana por parte del ejecutivo y, además, los esloganes publicitarios: automóviles (pequeños, pero automóviles) para todos, electrodomésticos (en particular televisiones) y un país de pequeños comerciantes (sin explicar quién produciría lo que todos venderían en la bonanza irrefrenable).
Los entusiastas serenos advertían: no puede cumplirlo todo, habrá que ser magnánimos con nuestro primer mandatario.
Los serenos sin entusiasmo avisaban: no cumplirá nada y el PRI seguirá siendo parte de la toma de decisiones.
Los últimos, por desgracia para el país y, sobre todo, para sus habitantes, tuvieron razón.
A cuatro años y cinco meses de gobierno, Vicente Fox, su gabinete y el PAN en masa (excepciones habrá pocas, de haberlas) se adaptaron perfectamente al esquema priísta, lo disfrutaron en plenitud y decidieron -era previsible- no alterarlo, no cambiarlo, hacer legislación que no se cumple y realizar el capricho. El cambio no lo fue nunca, la identidad de Fox con cualquier gobernante priísta (de nuevo, Cárdenas como excepción) se volvió espejo cotidiano. Ante el fracaso, declaraciones de optimismo desbordante del país de las maravillas. Ante la incertidumbre, viajes internacionales y sonrisas. Ante la incapacidad, cerrazón ante los medios, ni una entrevista, cada vez menos declaraciones, cada vez "mío es el poder y lo que hago con él no le importa a nadie".
La danza de las impunidades: el Pemexgate, los negocios de Zedillo, los "Amigos de Fox", el gasto ilegal e inútil de Creel para gobernar el D.F., la abulia de la PGR por investigar a Salinas, a Echeverría, a los asesinos. El desinterés por los indios y las firmas de los gobiernos anteriores (sólo válidas en documentos firmados con empresas y estados extranjeros, inútiles en papeles entregados a los indígenas). El olvido del tema migratorio. El naufragio del empleo productivo. La multiplicación de la pobreza ocultada con cifras siempre positivas.
En el proceso, seis años más se habrán perdido. No para la autobiografía-ficción que el gobernante pretende redactar día a día intentando acotar los alcances de la historia para con su persona, sino para cien millones de mexicanos. Más unos diez millones en Estados Unidos, de los que hoy depende, como nunca, la economía mexicana. Explotados, perseguidos, ofendidos, con sus remesas mantienen no sólo las tortillas en la mesa de la familia que quedó atrás, sino también los bonos gubernamentales con los que se posponen las exorbitantes deudas hipotecando el futuro de los hijos, de los nietos, de los bisnietos.
Seis años en los que el cambio nunca fue.
En el camino a esa elección, es esencial pensar en el México de 2012. Perder otros seis años es un lujo que difícilmente podemos darnos los mexicanos. Y para poder decidir en libertad, es necesario reclamar el derecho que nos asiste a elegir nuestro proyecto de nación, a nuestros gobernantes y el rumbo de nuestro futuro.
Que no es el rumbo de los autoritarios.
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